lunes, 4 de abril de 2011

Diario de una provocacion: la soledad, refugio del poeta -y del segundón-.





Puede que la soledad sea esto: sostenerle la mirada a una insípida botella de agua, camino de tu casa, en la línea cuatro del metro. O puede que esto otro: sentarse a escribir y ver tu mesa tan abarrotada de libros, papeles -y cualquier otra cosa, como caramelos adictivos, gafas de sol perdidas, caóticas libretas grandes y pequeñas; y más caramelos, montañas de ellos, infinidad de ellos, colados entre una multitud de carpetas.


Solo puedo decir sin miedo a equivocarme que la soledad es un desorden sentimental.


La soledad es acordarme de ese helado que me zampado sin remordimiento alguno mientras tu me tentabas entretanto con otros muchos trucos de trapecista de sueños, haciendo del simple envoltorio de un magnum temptation -o como coño se escriba esa marca pedante, burda imitación del latín-, un auténtico cofre del tesoro, con cerradura y todo.


Sí, he de admitir que ha sido indescriptiblemente bueno saborear el caramelo, miel de tus labios y mis desvelos, muy lejos ya del té con limón, que rugía en mi estómago haciéndose hueco, muy lejos también de las polillas grises que pugnaban por seguir sobreviviendo. Esta tarde me las he cargado -me apunto un tanto-, porque he estado un tiempo infinito tirada en la hierba, despreocupada y feliz, acompañada de los insectos más extraños, -y claro, ahora me pica horrores la espalda, que el contacto con la naturaleza hace estragos...


Ha sido romántico, ¿no crees? Leer unos versos interrumpida de vez en cuando por el zumbido impertinente de los moscardones, recostada en tu pierna, -harto incómoda, por cierto-, tratando de congelar con mis palabras un instante, en que me preguntabas: "¿se habrá cagado una paloma en mi camisa blanca?".


Y darme cuenta de que solo recito bien cuando me miras directamente a los ojos y sin pestañear, cuando intento salpicarte de pasión y siento trasparente el latir de tu corazón, mi respiración, bajo nuestro árbol en flor, por encima de toda ingenuidad.


El amor no es un pecado aunque te quiera desnudar. Claro que no. Ni tampoco decirte, -ahora sin pudor alguno-, que querría que me hicieses el amor, no ya como sonata, sino en un verdadero concierto, no ya con las palabras, sino con hechos, no ya con la mente, sino con el cuerpo...


Ay! Chitón! -podría haberme callado esto último pero entonces el chimichurri no sería picante en tu garganta, sino una perfecta impostura, mientras yo trato de rimar un poco, o simplemente de no saltarme de parada, incomprensiblemente, yendo de Gran Vía a Sol.


Ahora me falta una vocecilla que me recordase todos esos pequeños detalles de esta tarde bucólica, porque he aquí una cabeza loca que desprende confusión. En el fondo del fondo estoy ebria de felicidad, por haberte tenido y no tenerte para siempre, por saber que te tendré hasta que yo quiera o hasta que puedas tenerte en pie. Contigo mi mundo se tambalea peligrosamente. Sin ti mi vida es nadar a la deriva sabiendo que la barca está muy cerca y que en ella reside la salvación. Pero la mano amiga tiene espinas, y si no tienes cuidado te pinchas, porque besarla tiene el alto precio de la traición.


Yo tampoco creo que amar sea pecado si luego te arrepientes y se lo cuentas a Dios. Pero como él no me escucha -porque yo no le doy conversación-, tengo que teclear palabrería en mi ordenador, y luego esperar a que lo leas por la noche, -superada ya la prueba de mi presencia, de las dudas y el temor-, y sonrías para tí, con esa sonrisa chispeante por la que pagaría un millón de lo que sea, -ya sean dólares, euros o lágrimas, qué más da, la cifra no es importante-.


Te regalo libros que pagan cervezas, o helados, o empachos de cualquier dulce que provenga de tí, de tus abrazos plenos, que me reconfortan hasta un extremo insospechado.


Y no sé, creo que he hablado mucho, -se va quedado la comida fría-, pero no he contado nada valioso, o que merezca la pena escribir. Pero eso no importa demasiado, porque el mundo está lleno de poetas pésimos, y de otros muchos maravillosamente grandes -como ese espléndido Víctor Sierra que trocea sus versos y nos los mete entre ceja y ceja-.


Y en medio de ellos, estoy yo, que ni Pinto ni Valdemoro pero ahí voy.


A veces me pregunto cuántos te quieros y te odios caben en la misma frase. -Todavía no he dado por legímitima ninguna conclusión-.

1 comentario: