jueves, 14 de abril de 2011

Memorias de una diosa


Era una chica como las demás.

No era muy guapa, ni tampoco demasiado inteligente. Estudiaba una carrera, tenía buenos amigos y una adorable familia. Creía ser feliz.


Hasta que de repente, le llegó la primavera. Misteriosa e inexplicablemente, su corazón se deshizo del invierno perpetuo en el que vivía, y comenzaron a despertar sus pétalos, primero tímidamente, coloreando de carmín labios y mejillas; más tarde con cierta precipitación, de forma súbita, abrupta, apocalíptica. Sus ojos cristalinos adquirieron un brillo iridiscente, sus manos querían tocarlo todo, su piel necesitaba absorber los rayos de sol, en una extraña fotosíntesis.


El fuego del amor sacudía sus entrañas, y ella desconocía la fuerza inmensa con que las llamas intentaban devorarla. Era una chispa ondulante que atravesaba su cuerpo, que le hacía sensible a la risa y al llanto, que le transformaba.


Cuando él apareció, no fue consciente de sus miradas. Hasta que empezó a interpretar aquel lenguaje secreto que compartían, sin necesidad de palabras. Se encontraban por casualidad, o eso se empeñaban en creer, para sentirse menos débiles, menos arrastrados el uno en brazos del otro. El destino confabulaba a su favor. Apenas se conocían, pero querían conocerse más, aunque sabían que era disparatado. Estaban deseando cometer una locura y aquella era la excusa perfecta. Se enamoraron.


Y él le rogó un beso, que ella le negó. Luego se arrepintió, y ambos lloraron a solas, pensando en lo hermoso que hubiera sido. Trataron de no verse, y empezaron a buscarse a todas horas. Ella quería estar lejos de él, y él no concebía estar separado de ella. Sus ojos la recreaban, sus manos la rozaban, sus labios la profanaban.


Siguieron viéndose. Y empezaron a trazar su historia juntos componiendo un puzzle con sus propias palabras. Pero no fue suficiente, sus corazones estallaron y emprendieron la huída. Buscaron un lugar donde quererse y se quisieron mucho durante poco tiempo. Se miraban y creían distinguir, más allá de esas pupilas, un mundo paralelo.


Ella se sentía diosa cuando él la desgarraba con sus miradas. Quería aferrar su pelo, saltar precipitadamente sobre él, tirarlo al suelo, rodar mundanamente por la hierba, ser niños con cuerpo adulto, rozarle intencionadamente el cuello con los labios y descender por su pecho, frenar justo a tiempo y emitir un ronroneo. Ser despiadada a la hora de poner las reglas en el juego. Ser diosa con la mente y el cuerpo, con los gemidos y los versos. Ser exigente en el momento de obtener más placer con maliciosos ruegos. Ser valiente y audaz, ser codiciosa, ser egocéntrica, ser un todo, ser su único universo.


Y dormir abrazada a él, exhausta y mortal, para despertar de vez en cuando, besar sus párpados, y admirar a su esclavo, redimido, dormido, ya perdido. Sabía que cuando la volviese a mirar, el hechizo se habría roto. Ya no era una diosa sagrada, ya no era un tesoro prohibido.


Era una chica como las demás, que luchaba día tras día por conquistar el olvido.


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