lunes, 24 de febrero de 2014

«Un deseo de aquí. Una memoria de allá », impresión literaria sobre "La misma hora todo el tiempo" de Diego Lebedinsky



Dicen que la portada no es vital en un libro. Ejem. Pues yo tengo una objeción. Creo que eso solamente pueden decirlo aquellos que no sienten una devoción real por el objeto encuadernado que tienen en sus manos a la hora de la lectura.
Un corazón que pende de un hilo ante el rostro desamparado de un títere con apariencia de hombre: esta es la imagen que acompaña al título, ese título tan hondo que revela su disfraz de verso, que enseguida encontraremos en el interior. El creador frente a la hoja se está mirando a sí mismo, como en un espejo, y susurra en un murmullo la soledad/ es muy parecida a esta hora. Acá está un elemento clave, una pieza esencial en este libro mágico: la palabra escrita es un refugio para el poeta, que establece una batalla cuerpo a cuerpo con el lenguaje, lo invoca y deja que fluya libremente sobre el papel. Pero, ¿acaso esto silencia el resto de las cosas? ¿Acaso la mente y el recuerdo enmudecen ante los versos? No. Absolutamente no.
El cuerpo del domador se dobla en dos, sufre, y entre convulsiones logra articular: Hice mi cuerpo/ de búsquedas difíciles/ de soledad/ de hartazgo. (…) Hice mi cuerpo/ de muerte venidera. Las palabras maltratan a este ser que es un dios en cuanto creador, pero que, sobre todo, sigue siendo un hombre, un ser humano. Las palabras le hacen llorar hacia dentro, tratar de ponerle voz al imaginario cotidiano, en una búsqueda diaria de algo que está más allá, difícil de expresar, imposible de contener. Así, versos tan sencillos como estos hacen palpable la herida, la desgarradura ante los objetos, las cosas: el cielo en posición fetal/ apretado / sobre las ventanas. ; La tarde/ descosida en el calendario o una violenta dentellada/ de flores/ desabrochadas en la lluvia (…) La duda/ se alimenta de agujeros o el día/ tiene la arquitectura /de una hamaca cotidiana. Las muestras, como se puede ver, son infinitas. Hay que trasladar esto al mundo, y eso es algo que solo se puede hacer con la lectura.
El ejercicio (impuesto y no) del silencio es otro de los dones de este poemario. La imposibilidad de decir que aullaba Alejandra Pizarnik late en muchos de los versos de Diego Lebedinsky: Todo parece feliz/ pero no es verdad. Aquí nacen los minutos de silencio; El silencio se abalanza/ sobre todo lo que existe; En el silencio retumban/ las palabras no alcanzadas/ piden tormentas/ ennegrecen/ cualquier horizonte.
Recupera, con maestría, elementos ya empleados por la gran poeta: aquí vuelven la noche, el jardín, las voces, la ofrenda, las sombras: la noche/ no solo es más oscura/ que el día; Voy a deambular sobre la noche/ con mis manos. No falta, tampoco, el juego con la paradoja, los hilos de incertidumbre, que empujan a un murmullo, apenas un balbuceo (contundente, eso sí) al final del poema: me siento a ver/ lo que no será.

Y, en fin, ¿cómo describir a mi vez con palabras la impresión que desprende este libro deslumbrante? Hoy mi corazón/ es de un donante, nos dice el poeta, ya totalmente despojado de sí. El mío tiembla desbocado ante tanta letra viva y tanta literatura. Ante algo tan tan humano. 

Lean La misma hora todo el tiempo. Hagan el favor.


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