Suena una música
como un eco apenas perceptible, pero no por ello menos hermoso. El corazón se
templa. Es entonces cuando llega el momento idóneo para abrir de par en par las
ventanas de tu casa, para que entre de lleno toda la luz de un nuevo día. Esos
primeros rayos de sol de la mañana, cegadores, vitales y asombrosos, tienen la
misma textura que los versos de Víctor Sierra Matute.
Mañanas escogidas
se nos aparece de pronto, deslumbrante en su sencillez y chiquito en su
edición, elaborado a modo de cuaderno de artista gracias a Ártese quien pueda ediciones. Pero no nos fiemos de las
apariencias, porque este libro contiene en su interior sonetos de un
virtuosismo atroz, atentos al ritmo y a la rima, a la que cada vez está más
desacostumbrado el lector de poesía actual. Sin embargo, hasta el más terco
versolibrista habrá de reconocer la belleza de las liras con las que da
comienzo este cuaderno, y en las que el poeta no vacila un solo instante en
recuperar ese gran poema amoroso que es el Cántico
espiritual de san Juan de la Cruz, y que deja entrever en endecasílabos
como: “transforma al amador en cosa amada” o “de polvo de tu cuerpo me has
herido”. A este polvo, que es motivo constante en el poema, no ha de restársele
importancia, ya que es un abierto homenaje a otro de los grandes: Francisco de
Quevedo. Así, no podemos leer estos versos finales de Víctor: “De polvo como
yo, pero de polvo” sin recordar estos otros: “Polvo serán, mas polvo
enamorado*”.
Normalmente, los
poetas escogen la noche y su misterio para volcarse en la creación y sus
precipicios. No es este el caso de Mañanas
escogidas, donde la luz es clara protagonista y, con ella, la vida, la
esperanza, el amor. El poeta se derrama en el papel para evocarla a Ella, que
con su intenso reflejo, todo lo enciende y lo trastoca: “Yo quiero ser la luz
desenfocada/ que duerme en tu pupila algunas veces.”; “Hoy vas nombrando el día
con los ojos/ y todo lo que tiene es todo tuyo”; “Tú ajena a todas estas
pequeñeces/ me miras y sonríes y amaneces”.
Otro de los
secretos (necesito desvelarlo, lo siento) que contribuye a crear estos poemas
dignos de un maestro orfebre, es sin duda la adopción de una estructura
circular, cíclica, que recuerda a los mejores poemas de Jorge Luis Borges tales
como “Arte poética” o “El poema de los dones”. El poeta, inmóvil frente a su
propia obra, interrogándola en medio del sueño, en una búsqueda de respuestas
que ralla lo imposible: “¿En qué destinos circulares/ quedaron atrapados
nuestros pocos/ universos de miel y de chatarra/ goteante?...
Y es que la
respuesta, si existe, sólo puede estar en la comunión de una piel con otra
piel, que se alza como una sola bandera y no sólo construye al poema, sino que
hace del poema un lugar habitable: “¿estamos o quizá ya hemos estado/ tan
juntos que mi lado es ya tu lado/ pues tienen los dos cuerpos mismo centro?”;
“La carne fue misión y estuvo viva/ cuando tuvo a su lado esa otra carne”. El
propio autor me confesó, durante un inolvidable paseo en el que contemplamos
desde las alturas la belleza de los tejados madrileños, que le gustaba pensar
que sus poemas podían suceder dentro de esas casas, en todos esos hogares. Y
ahora yo puedo decirle, con su libro en una mano y el corazón en la otra, que
sus palabras son un buen lugar donde sentarse a vivir, donde permanecer y
hacerse grande.
Cierro
estas líneas con una deliciosa estrofa del Cántico
espiritual, para que podáis capturarla y abrazarla, tal y como hizo en su
día Víctor:
De
flores y esmeraldas
en
las frescas mañanas escogidas,
haremos
las guirnaldas,
en
tu amor florecidas,
y
en un cabello mío entretejidas.
*Del soneto de Quevedo “Amor
constante más allá de la muerte”.
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