miércoles, 11 de junio de 2014

«Lo real empieza en la palabra», un vuelo de pájaro sobre “La fábrica de hielo” de Silvia Nieva



Hay que leer a los clásicos; hay que aprender de los clásicos. Pero no sólo.

Vivo rodeada de personas que escriben y, lo que es más importante, personas que recitan en lugares públicos los delirios que otros guardan en un cajón. Y eso es imprescindible: hacer poesía real, poesía que salga a la calle y se cuele por todos los rincones, poesía para despertar, para no vivir en un limbo literario que no existe ni existirá nunca.
La poesía de Silvia Nieva es un fenómeno meteorológico inexplicable, de una naturalidad que hace cosquillas en cada poro, en cada centímetro de la piel. Y escucharla resulta un ejercicio de autocontrol que consiste en no ceder al tambaleo, al peso que tienen sus palabras bien escogidas, sabiamente domadas, pero siempre desde una mirada humilde, la de la poeta que se hace al escribir, que si se atreve a construir es porque antes se ha aclarado la voz y ahora está preparada para el grito:

Mientras, yo,
que existo para dar sentido a las palabras,
que soy solo una imagen de lo arbitrario de su signo,
entiendo hoy que ellas fueron antes,
y declaro,
que la poesía ocurre
e inventa a los poetas(pág. 19)

En “La fábrica de hielo” podemos advertir que Silvia posee conciencia del lenguaje, tanto en versos donde se pone de relieve la arbitrariedad del signo, el vacío inevitable de la letra: “Puedo decir gafas, llámame, bastón y pelo. /Puedo decir que no puedo./ Y diré sólo palabras”, como en otros en los que muestra que el único dueño del lenguaje es el hablante, que tiene en sus manos el poder (a veces el dolor) de crear, dar vida y sostener las cosas que nos rodean: “Esparadrapo. /Mi abuela lo llama espadatrapo. / Mujeres que inventan palabras el mundo y las palabras, /para evitar que otros escriban los diccionarios”.
El frío está muy presente a lo largo de todo el poemario. Es un frío que proviene de dentro, inherente a la existencia y los obstáculos que se hallan en el camino. Así, la poeta estalla en fragmentos desordenados de sí misma, de modo que es ella, y no otra, quien tiene el poder para elevarse o hundirse, para volverse invisible o trascender: “Soy la absurda heroína de mi drama cotidiano;” “Soy la socorrista de mi derrota”; “Soy la arena de mi propio fango”. Pese a las dosis de hielo que flotan en las páginas como diminutos icebergs, creo que la clave del libro se encuentra en un verso que reza de la siguiente manera: “Será que hay que vivir”. Esta rotunda defensa de la vida es aquello que mueve el corazón del lector que, al reconocerse en las palabras de la poeta, vuelve a ellas una y otra vez, de modo que las hace suyas y de toda una colectividad; versos, en definitiva, que luchan por hacerse universales.
Y esto no es todo, ni mucho menos. En la poesía de Silvia anida el sobresalto, la magia, lo que no es posible prever y, sin embargo, sucede: “No quiero jugar a las piedras, la tiza, las piedras, /el salto, y las piedras./ Porque si salto no toco suelo/ y volar es otra cosa”. Aquí está la libertad de la escritora, sus alas enormes, que vuelan por encima del resto aun a pesar de las inclemencias: “No quiero el instante rápido de lo público, / el esconder de la batalla. No quiero que saber leer nos obligue a leer.” La palabra conformidad no tiene lugar en su diccionario, y ella lo sabe. Esta fábrica necesita alimentarse de un combustible especial, que sigue su ritmo propio: “Pido ser lenta,/ que me dé tiempo a hacer el mundo”,y ante todo, tiene clara su labor, que no es otra que la de poner sobre el papel lo real, que empieza y termina en la palabra, en la de Silvia y en la de todos los que creemos en el poder de la escritura: “Sé construir,/ puedo morirme hoy. He terminado”.
Al sol, el hielo tarda poco en derretirse; no así sus palabras, cálidas e inmortales.

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