martes, 7 de octubre de 2014

5ª expresión o reflejo de la ciudad incómoda


Erich Heckel


Piso con fuerza la ciudad incómoda. Recojo el pensamiento que ha dejado tirado un transeúnte. Lo muerdo y me recreo en el mordisco. Soy mis encías y mi lengua. Soy alguien que vive el sueño de otros, que persigue una sombra que calza un número de zapato tres veces más grande.
Dónde se halla la respuesta sino en el remate imposible de esa cúpula, en el papel más sucio de la alcantarilla, en mi propia grandeza, que es al mismo tiempo, signo inequívoco de mediocridad. Alguien ha detenido el reloj de arena. Alguien ha decidido que la ciudad es más importante que las personas que la habitan. Ella abre su boca, su enorme boca. No tiene colmillos porque no le hacen falta para desgarrar la carne. Nuestra carne.
Tiemblo en mi soledad perpleja. Voy caminando como quien se mueve dentro de una jaula y se sabe en el interior de la jaula; o tal vez vive intentando convencerse de que es posible ser feliz en esa jaula. No, ni siquiera eso: yo vivo a pesar de los barrotes, de las rejas. 
Vivo en silenciosa ensoñación.
Respiro en la oquedad, exhalo pequeñas bocanadas de aire. Me embriaga esta ciudad-continente, este torpe reverberar del mundo en su vientre subterráneo, este fluir desbocado de tentación y desesperanza. Piso con fuerza la ciudad incómoda, que a veces, se cierne amenazadora y dulce como una madre. Sí, esta ciudad es la madre absoluta, la que controla tus pasos y sus tambaleos, la que previene tus enfermedades con besos en la frente, la que no duerme si tardas más de la cuenta en llegar a casa. 
Mamá: deja que me equivoque, que tropiece con la misma piedra las veces que sean necesarias. 
Ha llegado el momento de abandonar la ciudad. Voy a romper todos los espejos que me recuerden a ti. Adiós, adiós. 



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