Hay que leer a los clásicos; hay que
aprender de los clásicos. Pero no sólo.
Vivo rodeada de personas que escriben y,
lo que es más importante, personas que recitan en lugares públicos los delirios
que otros guardan en un cajón. Y eso es imprescindible: hacer poesía real,
poesía que salga a la calle y se cuele por todos los rincones, poesía para
despertar, para no vivir en un limbo literario que no existe ni existirá nunca.
La poesía de Silvia Nieva es un fenómeno
meteorológico inexplicable, de una naturalidad que hace cosquillas en cada
poro, en cada centímetro de la piel. Y escucharla resulta un ejercicio de
autocontrol que consiste en no ceder al tambaleo, al peso que tienen sus
palabras bien escogidas, sabiamente domadas, pero siempre desde una mirada
humilde, la de la poeta que se hace al escribir, que si se atreve a construir
es porque antes se ha aclarado la voz y ahora está preparada para el grito:
Mientras, yo,
que existo para dar sentido a las
palabras,
que soy solo una imagen de lo
arbitrario de su signo,
entiendo hoy que ellas fueron
antes,
y declaro,
que la poesía ocurre
e inventa a los poetas. (pág. 19)
En “La fábrica de hielo” podemos
advertir que Silvia posee conciencia del lenguaje, tanto en versos donde se
pone de relieve la arbitrariedad del signo, el vacío inevitable de la letra: “Puedo
decir gafas, llámame, bastón y pelo. /Puedo decir que no puedo./ Y diré
sólo palabras”, como en otros en los que muestra que el único dueño del
lenguaje es el hablante, que tiene en sus manos el poder (a veces el dolor) de
crear, dar vida y sostener las cosas que nos rodean: “Esparadrapo. /Mi abuela
lo llama espadatrapo. / Mujeres que
inventan palabras el mundo y las palabras, /para evitar que otros escriban los
diccionarios”.
El frío está muy presente a lo largo de
todo el poemario. Es un frío que proviene de dentro, inherente a la existencia
y los obstáculos que se hallan en el camino. Así, la poeta estalla en
fragmentos desordenados de sí misma, de modo que es ella, y no otra, quien
tiene el poder para elevarse o hundirse, para volverse invisible o trascender: “Soy
la absurda heroína de mi drama cotidiano;” “Soy la socorrista de mi derrota”; “Soy
la arena de mi propio fango”. Pese a las dosis de hielo que flotan en las páginas como diminutos icebergs, creo que la clave del libro se encuentra en
un verso que reza de la siguiente manera: “Será que hay que vivir”. Esta rotunda
defensa de la vida es aquello que mueve el corazón del lector que, al
reconocerse en las palabras de la poeta, vuelve a ellas una y otra vez, de modo
que las hace suyas y de toda una colectividad; versos, en definitiva, que
luchan por hacerse universales.
Y esto no es todo, ni mucho menos. En la poesía de Silvia anida el
sobresalto, la magia, lo que no es posible prever y, sin embargo, sucede: “No
quiero jugar a las piedras, la tiza, las piedras, /el salto, y las piedras./
Porque si salto no toco suelo/ y volar es otra cosa”. Aquí está la libertad de
la escritora, sus alas enormes, que vuelan por encima del resto aun a pesar de
las inclemencias: “No quiero el instante rápido de lo público, / el esconder de
la batalla. No quiero que saber leer nos obligue a leer.” La palabra
conformidad no tiene lugar en su diccionario, y ella lo sabe. Esta fábrica
necesita alimentarse de un combustible especial, que sigue su ritmo propio:
“Pido ser lenta,/ que me dé tiempo a hacer el mundo”,y ante todo, tiene clara
su labor, que no es otra que la de poner sobre el papel lo real, que empieza y
termina en la palabra, en la de Silvia y en la de todos los que creemos en el
poder de la escritura: “Sé construir,/ puedo morirme hoy. He terminado”.
Al sol, el hielo tarda poco en
derretirse; no así sus palabras, cálidas e inmortales.